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El perdedor radical IV: contra l'instint de conservació.

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Al sentido común, la lógica del perdedor radical le resulta incomprensible. Aquél apela al instinto de conservación, considerándolo un hecho natural, indiscutible e incuestionable. Sin embargo, esta noción responde a una idea precaria, históricamente muy variable. Es cierto que ya los griegos se referían al instinto de conservación. Todo animal y todo ser humano estaban predispuestos, desde su nacimiento, a hacer lo posible para sobrevivir: así lo enseñaban los estoicos. También en Spinoza el concepto desempeña un papel central. Habla de conatus, entendiendo por ello una fuerza que habita sin excepción en todo ser viviente. Kant, en cambio, ofrece una lectura distinta: según él, no se trata de un instinto natural puro, sino más bien de un postulado ético. “La […] primera obligación del hombre consigo mismo es, por su condición de bestia, la conservación de su naturaleza animal.” De lo que Lichtenberg deduce: “Qué deplorable es el hombre si todo debe hacerlo él mismo; exigirle su autoconservación es exigirle un milagro.”“Y siempre he juzgado que un hombre cuyo instinto de conservación se ha debilitado tanto que se le puede reducir muy fácilmente, podría asesinarse a sí mismo sin culpa.” Hasta el siglo XIX la obligación no se convirtió en un hecho científico indubitable. Los menos lo veían de otra manera. “Los fisiólogos deberían pensárselo bien antes de afirmar que el instinto de conservación es el instinto cardenal de un ser orgánico.” Pero la objeción de Nietzsche siempre ha caído en oídos sordos entre los que quieren sobrevivir.

Más allá de la historia de los conceptos, parece que la humanidad nunca ha aceptado que se haya de considerar la vida propia como el bien supremo. Todas las religiones primitivas supieron apreciar el sacrificio humano, y en épocas posteriores los mártires fueron muy cotizados. (Conforme a la fatídica máxima de Blaise Pascal, se debe “creer sólo a aquellos testigos que se dejen matar”.) En la mayoría de las culturas, los héroes ganaron fama y honor por su desprecio a la muerte. Hasta las batallas de material de la Primera Guerra Mundial los estudiantes de bachillerato tenían que aprender el famoso verso de Horacio según el cual es dulce y honroso morir por la patria. Otros afirmaban que lo necesario no era vivir sino dedicarse a la navegación, y todavía en la guerra fría hubo gente que gritaba “antes muerto que rojo”. ¿Y qué pensar, en condiciones absolutamente civiles, de los funámbulos, deportistas extremos, pilotos de carreras, investigadores polares y otros candidatos al suicidio?

Por lo visto, el instinto de conservación tiene poco fundamento. Así lo avala ya tan sólo la notoria predilección transcultural y transepocal que nuestra especie ha mostrado por el suicidio. Ningún tabú y ninguna amenaza de castigo han podido disuadir a los humanos de quitarse la vida. No existe una medida cuantitativa de esa propensión; todo intento de documentarla estadísticamente fracasa por la elevada cifra oculta.

Sigmund Freud intentó resolver el problema de forma teórica, desarrollando, sobre una incierta base empírica, el concepto del instinto de muerte. Su hipótesis se manifiesta más claramente en la vieja y sabida conclusión de que puede haber situaciones en las que el ser humano prefiera un final terrible a un terror –sea real o imaginario– sin fin. 

Hans Magnus Enzensberger, El perdedor radical, Letras Libres 31/01/2007


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